Dice, don Atahualpa.
Las sentencias, los chistes,
Las sentencias formas que ayudan a la vida.
domingo, 25 de enero de 2015
sábado, 12 de julio de 2014
“Vivimos en dos mundos paralelos y diferentes: el online y el offline”
Zygmunt Bauman. Sociólogo y filósofo
Hemos llegado a un punto en el que pasamos más tiempo frente a pantallas que frente a otras personas y eso tiene efectos perturbadores que no solemos percibir, dice este pensador.En un mismo tono de voz e igual grado de expresividad, Zygmunt Bauman, el sociólogo más influyente de las últimas décadas, hace chistes sobre su sordera y reflexiona sobre la doble vida -online y offline- que, según él, define nuestra modernidad. “Venga de este lado –y señala el audífono escondido en su oído izquierdo- así puedo escuchar algo de lo que usted me diga y conversamos”, dice en una terraza de Lignano Sabbiadoro, el refinado balneario de la costa friulana, cerca de Udine, hasta donde Bauman vino a recibir el Premio Hemingway en la categoría Aventura del Pensamiento. Acaba de guardarse la pipa en el bolsillo. Tiene todavía en la mano dos encendedores y el paquete de tabaco Clan Aromatic, un blend de catorce tabacos diferentes elaborado en Holanda.
¿Qué aspecto de la vida moderna le hace perder el sueño últimamente?
Bueno, trato de simplificar y de encontrar un denominador común en lo que pienso y en lo que digo porque vivimos en un mundo problemático y lo que subyace en común en todas las manifestaciones de los inconvenientes de estos tiempos es la fluidez, la liquidez actual que se refleja en nuestros sentimientos, en el conocimiento de nosotros mismos.
Bauman ya era un sociólogo prestigioso cuando lanzó su concepto líquido -esa idea de inconsistencia que para definir el mundo que nos rodea aplicó a la vida, al amor y a la modernidad- que le valió notoriedad mediática y popular: “Elegí llamar ‘modernidad líquida’ a la creciente convicción de que el cambio es lo único permanente y la incerteza la única certeza –dice él-. La vida moderna puede adquirir diversas formas, pero lo que las une a todas es precisamente esa fragilidad, esa temporalidad, la vulnerabilidad y la inclinación al cambio constante”.
¿Seguimos dominados por la incertidumbre?
La incertidumbre es nuestro estado mental que está regido por ideas como “no sé lo que va a suceder”, “no puedo planificar un futuro”. El segundo sentimiento es el de impotencia, porque aun cuando sepamos qué es lo que debemos hacer, no estamos seguros de que eso vaya a ser efectivo: “no tengo los recursos, los medios”, “no tengo el poder suficiente para encarar el desafío”. El tercer elemento, que es el más dañino psicológicamente, es el que afecta la autoestima. Uno se siente un perdedor: “no puedo mantenerme a flote, me hundo”, “son los demás los exitosos”. En este estado anímico de inestabilidad, maníaco, esquizofrénico, el hombre está desesperado buscando una solución mágica. Uno se vuelve agresivo, brutal en la relación con los demás. Usamos los avances tecnológicos que, teóricamente deberían ayudarnos a extender nuestras fronteras, en sentido contrario. Los utilizamos para volvernos herméticos, para cerrarnos en lo que llamo “echo chambers”,un espacio donde lo único que se escucha son ecos de nuestras voces, o para encerrarnos en un “hall de los espejos” donde sólo se refleja nuestra propia imagen y nada más.
¿Dónde lo pasamos mejor, online u offline?
Hoy vivimos simultáneamente en dos mundos paralelos y diferentes. Uno, creado por la tecnología online, nos permite transcurrir horas frente a una pantalla. Por otro lado tenemos una vida normal. La otra mitad del día consciente la pasamos en el mundo que, en oposición al mundo online, llamo offline. Según las últimas investigaciones estadísticas, en promedio, cada uno de nosotros pasa siete horas y media delante de la pantalla. Y, paradojalmente, el peligro que yace allí es la propensión de la mayor parte de los internautas a hacer del mundo online una zona ausente de conflictos. Cuando uno camina por la calle en Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Venecia o en Roma, no se puede evitar encontrarse con la diversidad de las personas. Uno debe negociar la cohabitación con esa gente de distinto color de piel, de diferentes religiones, diferentes idiomas. No se puede evitar. Pero sí se puede esquivar en Internet. Ahí hay una solución mágica a nuestros problemas. Uno oprime el botón “borrar” y las sensaciones desagradables desaparecen. Estamos en proceso de liquidez ayudada por el desarrollo de esta tecnología. Estamos olvidando lentamente, o nunca lo hemos aprendido, el arte del diálogo. Entre los daños más analizados y teóricamente más nocivos de la vida online están la dispersión de la atención, el deterioro de la capacidad de escuchar y de la facultad de comprender, que llevan al empobrecimiento de la capacidad de dialogar, una forma de comunicación de vital importancia en el mundo offline.
Si nos sentimos cómodos conectados, ¿para qué nos haría falta recuperar el diálogo?
El futuro de nuestra cohabitación en la vida moderna se basa en el desarrollo del arte del diálogo. El diálogo implica una intención real de comprendernos mutuamente para vivir juntos en paz, aun gracias a nuestras diferencias y no a pesar de ellas. Hay que transformar esa coexistencia llena de problemas en cooperación, lo que se revelará en un enriquecimiento mutuo. Yo puedo aprovechar su experiencia inaccesible para mí y usted puede tomar algún aspecto de mi conocimiento que le sea útil. En un mundo de diáspora, globalizado, el arte del diálogo es crucial. La diasporización es un hecho. Estoy seguro de que Buenos Aires es una colección de diversas diásporas. En Londres hay 70 diásporas diversas: étnicas, ideológicas, religiosas, que viven una al lado de la otra. Transformar esta coexistencia en cooperación es el desafío más importante de nuestro tiempo. Diálogo significa exponer las propias ideas aun asumiendo el riesgo de que en el transcurso de la conversación se compruebe que uno estaba equivocado y que el otro tenía razón. El mejor ejemplo lo ha dado su Papa, el Papa argentino: apenas asumió, Francisco concedió su primera entrevista a Eugenio Scalfari, decano de los periodistas italianos y ateo confeso, y a un diario anticlerical como esLa Repubblica.
¿La vida online es un refugio o un consuelo a esa falta de diálogo?
Hallamos un sustituto a nuestra sociabilidad en Internet y eso hace más fácil no resolver los problemas de la diversidad. Es un modo infantil de esquivar vivir en la diversidad. Hay otra fuerza que actúa en contra y es el cambio de situación en la regulación del mercado del trabajo. Los antiguos lugares de trabajo eran ámbitos que propiciaban la solidaridad entre las personas. Eran estables. Eso cambió hoy con los contratos breves y precarios. Las condiciones inestables, fluctuantes y sin perspectivas de carrera no favorecen la solidaridad sino la competencia. Estos dos factores no incentivan a la gente para el diálogo. Soy una persona ya mayor y creo que me voy a morir sin ver este problema resuelto.
Surgen en distintos lugares del mundo, sin embargo, procesos de autoorganización social desde abajo. Vecinos que se autogestionan para resolver problemas como la inseguridad o para recuperar la sociabilidad perdida. ¿Es una alternativa o un paliativo?
Lo que usted señala es muy importante. Es crucial para la actual situación porque todas las instituciones de acción colectiva que heredamos de nuestros ancestros, aquellos que desarrollaron las bases de la democracia moderna como el poder tripartito, el parlamento en las democracias representativas, las elecciones, la Corte Suprema, ya no funcionan adecuadamente. Todas estas instituciones tenían una única y misma idea en mente: establecer las reglas de la soberanía territorial. Pero vivimos en condiciones de globalización, lo que significa que nadie es territorialmente independiente. Ningún gobierno hoy puede decir que tiene pleno control de la situación porque se vive en un mundo globalizado donde los mercados, las finanzas, el poder, todo está globalizado. Entonces, aquellas instituciones que una vez fueron efectivas en establecer la independencia territorial para un mejor desarrollo del Estado moderno, hoy son inservibles para afrontar el tema de la interdependencia a la que nos enfrenta la globalización.
¿Los gobiernos son ciegos o necios al punto de no admitir la globalización?
Proponen soluciones locales a problemas globales. No se puede pensar con esta lógica. Es preciso desarrollar soluciones que renieguen de las fronteras territoriales del mismo modo que lo han hecho los bancos, los mercados, el capital de inversiones, el conocimiento, el terrorismo, el mercado de armas, el narcotráfico.
¿Y eso daría origen a las nuevas formas de autoorganización?
Surgen proyectos interesantes como Slow Food o Médicos Sin Fronteras. Jeremy Rifkin (economista y teórico social estadounidense) escribió un libro que se publicó el año pasado - The Zero Marginal Cost Society. The Internet of Things, The Collaborative Commons, and the Eclipse of Capitalism (El costo social cero. La Internet de las cosas, los bienes comunes colaborativos y el eclipse del capitalismo)- donde señala que una nueva realidad está emergiendo aún inadvertida por la opinión pública. Los mercados competitivos están siendo reemplazados por lo que él denomina “collaborative commons” , el bien común colaborativo, donde la gente no busca la ganancia personal sino la cooperación, reunir fuerzas y compartir. Compartir conocimiento, recursos. Compartir felicidad, compartir welfare .
¿Usted está de acuerdo?
No sabría decir si Rifkin tiene razón o no. El dice que la tecnología resolverá el problema, que lo hará por nosotros. Para mí eso es una reedición del determinismo tecnológico que no me gusta. Me resulta improbable sugerir que la cuestión esté resuelta y que el éxito de la transformación en curso esté preestablecido. Un hacha se puede usar para cortar leña o para partirle la cabeza a alguien: mientras la tecnología determina la serie de opciones abiertas a los seres humanos, no determina cuál de estas opciones al final será elegida o descartada. Qué puede hacer el hombre es tal vez una pregunta que puede dirigirse a la tecnología. Pero qué hará el hombre debe preguntarse a la política, a la sociología, a la psicología. La gente está buscando alternativas a las instituciones que no están funcionando. Hacen lo que nadie hará por ellos. Eso es innegable.
Copyright Clarín, 2014.
martes, 1 de julio de 2014
"Te libero de mí, de mis males, de mi malgenio, de los domingos por la tarde en donde nunca puedo más, del odio a mis cumpleaños, de no saber cómo hacer para regalarte algo que no pierdas. Te libero de mi desengaño, de tu karma, de mis novedades, de la contradicción que represento. Te libero de mis llamadas que te saben a autocompasión, de mis enredos, de mi cabello suelto, largo, sin peinar. Te libero de mi consciencia, del desconcierto a fin de mes, de la caída, de la llegada, de mi huida inevitable. Te dejo libre para que me dejes, para que me veas de lejos y me quieras, menos…" Mario Benedetti..
A Moça Tecelã
Cuento de viernes
Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que trían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado estaba en la mesa, esperando que lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la noche, dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por primera vez pensó que sería bueno tener al lado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor.
Y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó. Un vez que descubrió el poder del telar, sólo pensó en todas las cosas que éste podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes posible.
Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente.
—¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio?— preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puerta, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
—Es para que nadie sepa lo del tapiz —dijo. Y antes de poner llave ala puerta le advirtió: —Faltan los establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos, lo cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Sólo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del revés y, pasando velozmente de un lado para otro, comenzó a destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando, cuando el marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. Espantado, miró a su alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas. Rápidamente la nada subió por el cuerpo, tomó el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces, como si hubiese percibido la llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente entre los hilos, como un delicado trozo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.
Marina Colasanti. Título Original: A Moça Tecelã
Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que trían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado estaba en la mesa, esperando que lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la noche, dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por primera vez pensó que sería bueno tener al lado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor.
Y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó. Un vez que descubrió el poder del telar, sólo pensó en todas las cosas que éste podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes posible.
Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente.
—¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio?— preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puerta, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
—Es para que nadie sepa lo del tapiz —dijo. Y antes de poner llave ala puerta le advirtió: —Faltan los establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos, lo cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Sólo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del revés y, pasando velozmente de un lado para otro, comenzó a destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando, cuando el marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. Espantado, miró a su alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas. Rápidamente la nada subió por el cuerpo, tomó el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces, como si hubiese percibido la llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente entre los hilos, como un delicado trozo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.
Marina Colasanti. Título Original: A Moça Tecelã
Tebas por boca de la Esfinge
pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los
sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus
reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.
—No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan —, y mis sueños están compuestos o por la mente o por el azar.
— También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta
y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.
—O la pregunta que te hace obligándote a responder, como Tebas por boca de la Esfinge.
sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus
reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.
—No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan —, y mis sueños están compuestos o por la mente o por el azar.
— También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta
y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.
—O la pregunta que te hace obligándote a responder, como Tebas por boca de la Esfinge.
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